Hay olores que son invasivos, abruptos, que tienen la capacidad de impregnarse en todo el epitelio olfativo.
Ocurre en los días más calientes. Se esparce con el aire, y se activa con el contacto con el agua; una determinada cantidad hace que emane a todos los rincones.
Un puñado tiene más microorganismos que los millones de personas que habitamos el planeta. De allí, surge la vida, el alimento.
Nos ponemos de pie y somos capaces de sostenernos en ella. Sentir lo que ocurre debajo de las plantas de nuestros pies, a veces fría, a veces templada, a veces húmeda, a veces pantanosa, a veces agradable… a veces seca, dura, lancinante....
Permite centrarnos, ubicarnos en nosotros mismos, estar conscientes de nuestra existencia y realidad.
Sabernos sobre ella nos da una sensación de ocupar un lugar, de ser merecedores de ese espacio. Esa conciencia nos configura, nos da dignidad.
Es mía. Y cuando la traigo a mi memoria, me viene una canción que tarareo en mi mente. Lleva el ritmo de bongó y timbales, con piano y guitarra. Habla de añoranza por no estar en ella; de sentido de pertenencia, de identidad compartida, de recuerdos imborrables, de raíces.
De la mezcla con agua, se hacen vasijas, bandejas y otros objetos que estuvieron muy relacionados con la evolución de las civilizaciones dada su funcionalidad para transportar agua y alimentos. Una invención humana que surge de explorar con nuestras manos, de transformarla en barro y de moldearla para construir objetos que son útiles, pero sobre todo que cuentan historias.
Algunos le han designado nombres para agradecerle, homenajearla, rendirle culto, venerarla o adorarla…
Gea, según la mitología griega. Pachamama, según la civilización inca.
Bienvenidos a TIERRA.